Como siempre, a falta de experiencias
del mundo (brillantes, dulcísimas
en el bote pronto) escribo reflexiones
(brumosas, eremíticas, quijotescas)
sobre hacer poesía, colocar versos,
sentirme valioso siendo cacharro,
justificación de torpeza
o su ocultamiento (embarrancado).
Me duele el brazo. Hago con fatiga
lo que hago. Me escuece la ergonomía.
Salen rimas, atolondramiento,
pucherazos a la belleza,
rimas con g que son grimas,
sin querer o queriendo
a toro pasado, me doblego
a la lábil Musa y no al gigante
Pónos o al titán Methódicus.
Si tanto perdí expulsado de la ciudad,
castigado por natura con las faltas
que otros desean, si nada soy
o poco valgo, nada puedo hacer
que no sea no dejar las huellas de Calíope
borradas por el tiempo
(más cegato que Ley, Homero o Cíclope):
asirlas todas como frutos de frágil vuelo
para sembrarlas en la huerta página:
llenar un vacío de discurso
tan propio como ajeno, tan genuino
como accesorio, sentir la pequeña lujuria
de producir cosas desde la nada que nadea,
desde el verbo sigiloso que no es cántico…
seguir el rastro de la diosa: jirones,
cabellos, sangre, pisadas,
asentamientos, escondites,
desvíos, atajos y trampas,
todo
lo que no encaja en el orden previsto
de lo salvaje… no cazador, pero sí
cinegético, no policía, pero sí
detective, sabueso, tú me persigues,
yo te persigo, son tus voces,
son mis lágrimas:
las enjugo con gramática
(es lo que me ocurre)
y entonces el día es otro,
más bello, recuperado,
transido por ti fugazmente,
leve escalofrío de la marmota.
viernes, 12 de febrero de 2010
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