Hay un sinfonismo respetable
que los tímpanos ciegos de las épocas
nunca llegarán a discernir por completo.
Les Béatitudes, obra ignota, más por lo extensa
que por la cita, más por cristiana que por música.
Mis oídos no saben qué dicen en francés
los cantantes, aunque lo imagino:
santidad para la pobreza de los espíritus,
bendición de la mansedumbre,
esperanza del afligido,
luz sobre los necesitados de justicia,
recompensa para los clementes,
para los puros de corazón,
para los pacientes
y los pacíficos,
para los perseguidos por los indeseables.
Bondades son. Hasta parecen
sacadas de un anuncio de la coca-cola
(¿o será al revés?), pero la música
me responde con extrañeza, entre Berlioz
y Debussy, un Bizet metafísico
con patina de Massenet, más los aderezos
obligados de Liszt y Wagner,
y el buen gusto del Brahms camerístico.
Son cosas buenas, pero yo muchas
no las cumplo, tampoco ser un Héctor,
un Claude, un Georges, un Jules,
un Franz, un Richard o un Johannes,
ni siquiera un Helmuth Rilling,
oboísta de renombre que dirige el cotarro,
pero algo me envuelve, recuerdos
de la Sinfonía en Re o de la Sonata en La,
pacer cual bóvido en la Arcadia mía,
por fin suspensa la gravidez del mundo,
siendo cargante para los vecinos,
pero lo que se oye es Dios redivivo
que se coló en la pluma de un belga
que con el aire de la iglesia repetía
el milagro de una toccata, de una partita,
de una fuga, de un coral, de un impromptu,
oh música no grabada, formada a capricho,
puro invento
que hace a las pirámides caquita,
a la catedral misma un pretexto,
para que la luz de Dios no sea
palabra muerta,
palabra de cualquier hombre a sabio metido,
sino los trinos, los pedales, el monaguillo
dándole fuelle o pasando página
al maese, entre bemoles y semifusas,
quién sabe si haciendo godspell fou
con algún preludio de Bach,
conscientes todos de que la resurrección está viva.
Dios se escapa por muchas partes,
de un sentido y en su contrario,
corre por donde menos se le espera,
pero también por donde debe buscársele,
mientras Franck acaricia los teclados
una vez acabada la misa, cuando los hombres
vuelven a casa y las viudas se ponen a rezar,
en mitad de los ruiditos de los sacristanes,
de la inmensidad del Verbo hecho cripta,
crucero, arbotante, pináculo y gárgola.
Afuera, la ciudad es organillo, chirimía,
pandereta y guitarrón, la vida es el cuplé,
y, con todo, se repiten las bodas de Canaán,
los besos de la Madre
de Dios a su Hijo
se repiten, basta con querer oirlos
en quintas disminuidas,
en acordes de séptima,
en cierto rubato…
viernes, 12 de febrero de 2010
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