Bienvenidos a la Gran Suite Gongorinoma

Nunca mi poesía fue pura, a pesar de la devoción que siento por Valery o Juan Ramón. Porque siempre quise ser músico, mi poesía es un triste remedo, un pobre parche, una impostura al fin y al cabo, de ahí los títulos de mis poemas: sinfonías, cuartetos, sonatas, suites... En realidad, son huevas que el pez macho expulsó para fecundar vayáse a saber qué hembra... y siempre han circulado en el agua turbia de la soledad, y siempre han sido más que visiones luminosas, líneas de fuga hacia lo incierto, más que discursos cerrados en su elegancia, susurros fragmentados que se amontonan con desesperación, más que lugares seguros, indicios a ningún sitio, más que poemas satisfechos del trabajo cumplido, ideas que buscan respirar urgentemente. Podrían haber sido distintos, pero estos versos son lo que son y alrededor de ellos se enlazan las referencias que los alumbraron, tan sólo vestigios que otros, mejores que uno, sembraron en mí, sombras crepusculares que conforman, por desgracia, mi surrealismo particular, del que la Gran Suite Gongorinoma es una buena muestra. Todo sucedió en Carpetovetonia, en noviembre de 2008, cuando releyendo a Celan, salté a Stevens y de ahí a Azúa, Brahms, César Franck, la metapoética, Góngora, Jericó, Dvorák, Gracián, de nuevo Brahms (junto a los Schumann), y Musil y, por descontado, Mahler y compañía, para retornar a Celan y concluir con un papelucho desangelado que encontré varado en las playas de mi biblioteca. Para acabar, y como mera regla práctica, no se olvide el discreto lector de esta Suite de seguir el archivo del blog: es el único sendero que tiene, mientras espera una música que tal vez nunca llegará.

viernes, 12 de febrero de 2010

X. Teórica flamante (toccata-adagio-pseudoepílogo-epílogo)

Ahora Dvorák toca,
quintetos, arcos y teclas,
teórica flamante,
que Gracián diría.

Los grandes sinfonistas
son hermosos en el pequeño salón.
Música del mundo
y música del alma,
tempestad heróica
y quietud mística,
bajo la ley de la forma todo,
tan flexible como el espíritu
(viento puro), como la tierra
(todavía virgen), un anhelo
de expresión recorre la historia,
una geografía de las pasiones
en las partituras de los músicos.

Pero acaso sea en Brahms
donde la pincelada sea más preciosa,
más terrible por descontado,
cuando compuso a pocos años
del fin de su longeva vida
(por lo demás floreciente)
el adagio del quinteto opus 111
(para cuerdas tan sólo)
¿Qué decir de la frase de la viola
sobresaliendo tranquilamente dolida
del brumoso ronroneo de sus acompañantes,
como queriendo explicar cuál es el alma
de un hombre que ya ha entrado en la vejez
a tenor del hígado inflamado, la terca
obesidad, los torpes movimientos,
las digestiones bruscas o pesadas,
siendo además el más grande maestro
en el género desde Schubert o Beethoven?
¿No hay acaso un bello mirar atrás
de soberbia timidez, un cuadro de triste
lindeza por el amor desnudo de una fémina?
Y si afinamos un poco, percibimos allí
la inquietante voz de aquel misterio
que Brahms nunca dijo sino por doquier
en su música. El adagio seguirá
en deliciosa calma, de máxima ingravidez ,
con el ritornello sublime a modo de variaciones
y protagonista de un relato que se nos está contando
aquí mismo, por medio del Cuarteto Ludwig
y de Bruno Pasquier a la viola,
aquí solista,
susurros, lamentaciones en la sombra,
explosión incluso del recuerdo,
zaherido entre la angustia y el deseo,
confesión por las lágrimas
y no por los bártulos de la boca,
leit-motiv cuya aparición penúltima
alcanza un punto de grave umbría
que suspende el aliento todo,
pero que a la postre no es nada,
con lo que todavía queda, la última frase,
transfigurada de tal manera sublime
que concede certeza, ténebre certeza,
a quienes sospechábamos que Johannes Brahms
se agenció a Clara Schumann,
motivo más que suficiente para el suicidio
de su maestro y amigo en las aguas del Rin.

Y así, teórica flamante,
es toda la poesía que se precie
aguda y culterana, conocedora de mitos,
no ya por su narración excelsa,
sino por las atribuciones que ellos tienen
en virtud de los códices de sabiduría
(moral y teorética) que su interior porta
para ejemplos y contraejemplos,
modelos y paradigmas,
categorías y conceptos,
advirtiendo, señalando, dando luces,
deleitando siempre, instalados
en ellos como reinas en la miel,
sabiendo que no es necesario
cruzar el Rubicón de Cristo
para alcanzar la majestad del dios,
basta con escribir cuartillas a garabatos
(el buen Mozart es una especie)
para del Parnaso hacer choza en este mundo.
Su fragilidad es también su resistencia.

Vuelvo al músico checo
de las deslumbrantes codas
que rompen la pana a la peña entera,
su quinteto con piano en la,
oh perfumes de Mittel-Europa,
oh aromas de la Gran Kakania,
denso torbellino de los bosques de Bohemia,
pasión de los soldaditos en las trincheras
cuando aún las guerras eran de broma,
ya no quedarán tras Verdún
más que los cacofónicos de Berg y compañía
formando legión, pero de gritos, de rabia,
de muertos, de desesperanza,
de olvido, con memoria
del sueño roto, deshecho
como un juguete maltratado, y Mahler
ya no compondrá más música de cámara
si no es para una orquesta de gigante.
La experiencia que llamamos vivir
lo será todo en el arte,
lo quieran o no la matemática,
los académicos, los próceres, la grey.
Lean o escuchen,
si no, la Todesfuge de Paul Celan:
leche negra del alba la bebemos al atardecer
(sin duda el mejor verso de la Gran Suite Gongorinoma).
Y para acabar con el chimpún:
hacer poesía es hacer una elección
(tan racional como suena), preferir
las excelencias en tiempos donde
las excelencias mismas corren el serio
riesgo de extinguirse, tiempos
donde la burricie echa la mano al cinto
sin pronunciar siquiera la aguda sentencia
del almogávar: desperta, ferro mío.

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